¿Transmitimos nuestros sentimientos a nuestros hijos?

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educación emocional, empoderamiento de los padres, crianza con apego, crianza respetuosa¿Transmitimos nuestros sentimientos a nuestros hijos?

La educación emocional en la familia no es fácil, porque implica tomar primero conciencia de nuestro universo emocional como adultos. No se trata tanto de controlar la tristeza de un duelo, por ejemplo, o la rabia o la envidia, sino de reconocerlas, aceptarlas con el mínimo juicio posible e intentar como adultos acompañarnos en ellas. Se trata también de expresarlas con palabras para tranquilizar a nuestros hijos que, no nos engañemos, ya las han sentido.

Mi mamá está triste… A veces es verdad. ¿Qué hacemos? ¿Fingimos que todo está bien? ¿Hasta qué punto los niños son conscientes de las emociones de sus padres? ¿Desde qué edad? ¿Existen diversos tipos de conciencia? ¿Pueden «sentirse» en el cuerpo de un niño las emociones de su entorno? ¿Cómo hablar de estas cosas sin sentirnos culpables?

Comenzaremos por lo más sencillo y obvio: los niños son niños, pero no son tontos. Captan perfectamente lo que ocurre a su alrededor, especialmente a nivel emocional. Hay una memoria emocional, que posiblemente se remonta hasta el estado intrauterino, de forma que lo que va sucediendo queda grabado de alguna manera.

El cuerpo de los niños es especialmente sensible. Mientras su edad y madurez no les permite poner conciencia y palabras a lo que sienten, no es infrecuente que lo expresen con su cuerpo.

No se trata de exagerar las cosas ni de vivir en un estado de culpabilidad. Sólo de reconocer que las personas y, especialmente, los niños, no son champiñones. Nos afectan las cosas, sentimos.

Los niños sienten lo que ocurre a su alrededor. Saben perfectamente cuándo sus padres estamos tristes, contentos, enfadados, relajados, estresados. Están diseñados para ello: la naturaleza nos ha dotado de sensores para detectar la hostilidad o benevolencia del entorno, es una medida de protección de la especie. De hecho, los niños que han sufrido maltratos de algún tipo suelen ser especialmente controladores, porque han tenido que aprender a reconocer las señales de peligro a su alrededor.

 

Los padres somos los grandes educadores de nuestros hijos, y eso incluye la educación emocional. Se habla mucho de «gestión» de las emociones, incluso de «control» de las emociones. Se habla poco de «reconocer» las emociones, y menos aún de dejárselas sentir. Hasta el punto que a veces los niños expresan con el cuerpo, con un dolor de estómago por ejemplo, emociones que sentimos sus padres y que no estamos reconociendo.

 

Los niños son grandes imitadores. Uno de los mayores regalos que como padres podemos hacerles es aprender a reconocer y poner nombre a nuestras propias emociones, y cuidarnos.

Cuidarnos es permitirnos sentirlas, acompañarnos y si es necesario dejarnos acompañar y ayudar. Porque si no nos cuidamos los adultos, los niños o al menos algunos de ellos, van a intentar hacerlo. De esta forma a veces los niños entran en un rol de cuidadores que no sólo no les corresponde, sino que les daña. O nos cuidamos o nos intentarán cuidar, con un alto precio emocional, sintiéndose hiperresponsables y desamparados.

Otro gran regalo que podemos hacer a nuestros hijos, a veces aún más difícil, es mostrarnos. Mostrarnos cuando nuestras emociones no nos gustan o estamos sufriendo, por ejemplo en los duelos. O cuando estamos rabiosos, o incluso cuando sentimos envidia. Que nos vean tristes es muy, muy sano. Siempre que no recaiga sobre ellos la responsabilidad de cuidarnos. Siempre que no se hagan cargo de ello, que no les pese. Ahí está el quid, el arte.

Cuando un niño/a nos ve llorar, le estamos dando un permiso implícito para llorar. Cuando nos ve enfadados, le estamos dando permiso para enfadarse. Cuando verbalizamos que tenemos envidia, sentimos rencor, le estamos enseñando los sentimientos no son buenos ni malos, son.

Es lo que hacemos con ellos lo que puede ser «bueno» o «malo». Cuando estamos muy enfadados, por ejemplo. Lo importante no es tanto que se den cuenta o no de que estamos enfadados, sino que aprendan imitándonos a contener el enfado, que sientan nuestras ganas de gritar o incluso de ser más agresivos y vean con claridad que no lo actuamos.

 

Esta mañana yo estaba triste. Mucho. Una parte mía quería esconder esta tristeza a nuestro hijo, por no «dañarlo». En lugar de eso me he avanzado, he dado por sentado que se estaba dando cuenta de que yo no me sentía bien, y se lo he explicado con palabras lo más adecuadas a sus 7 años que he podido. Algo de él se habrá ido a la escuela triste, creo que eso es inevitable, pero también se ha ido acompañado. He podido ser la adulta que lo cuida, incluso triste, y no creo que se haya sentido desamparado.

  Mi mamá está triste… Puede ir seguido de angustia, soledad, miedo incluso. Sentimientos que pueden acompañarle el resto del día. O puede ir seguido de… pero me lo ha explicado, me ha dicho que todo irá bien, ¡sigue siendo mi mamá! Y en un rato poder pasar a otro tema.

 

Esta mañana he podido cuidarme, escucharme, acompañarme. Me he sentido arropada por otros adultos: mi marido, mis padres. Mi hijo ha podido seguir en su lugar de hijo.

Como madre, hoy, no puedo pedirme más. Como madre, hoy, puedo sentirme orgullosa.

 

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